viernes, 26 de febrero de 2010

Jorge Luis Borges. Funes el Memorioso


Jorge Luis Borges Acevedo. (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899 - Ginebra, Suiza, 14 de junio de 1986). Poeta, ensayista y escritor argentino.

Estudió en Ginebra e Inglaterra. Vivió en España desde 1919 hasta su regreso a Argentina en 1921. Colaboró en revistas literarias -francesas y españolas- donde publicó ensayos y manifiestos.

En 1923 publicó su primer libro de poemas Fervor de Buenos Aires. En 1935, publicó Historia universal de la infamia compuesto por una serie de relatos breves, formato que utilizará en publicaciones posteriores.

Durante los años treinta su fama creció en Argentina y publicó diversas obras en colaboración con Bioy Casares, de entre las que cabe subrayar Antología de la literatura fantástica.

Borges creó un singular estilo literario, basado en la interpretación de conceptos como los de tiempo, espacio, destino o realidad. La simbología que utiliza remite a los autores que más le influenciaron William Shakespeare, Thomas De Quincey, Rudyard Kipling o Joseph Conrad.

Cultivó la narración fantástica y se reveló como un maestro del relato corto, en donde daba rienda suelta a un simbolismo propio y original con trazos metafísicos.

Sus obras clave son Historia universal de la infamia (1935), Ficciones (1944), (1949), El Aleph, El informe de Brodie (1970) o El libro de arena (1976). En 1979 le fue concedido el premio Cervantes.




Funes el Memorioso es un cuento que apareció en Ficciones, colección de cuentos y relatos publicada en 1944.

Resumen
Un muchacho de 19 años cuya vida cambia a partir de un accidente: antes, recordaba la hora con total precisión; después, podía recordar cualquier detalle de su vida. En esta última etapa de su vida, Funes permanece en su cuarto a oscuras, ya que sabe cada cosa que hay en el cuarto; tampoco mantiene la costumbre de saber la hora, ya que vive en el pasado.


LO RECUERDO (YO no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro mínutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.

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